Por Miguel Hernandez Sandoval

Los evangelios nos dicen que Jesús se cansaba, que tenía hambre y sed, que lloraba, se emocionaba y entristecía, que sentía especial afecto por Lázaro y se compadecía de la miseria e incluso que permitió ser tentado por el maligno. Estos detalles demuestran la real y profunda humanidad de Cristo sin adoptar artificiosidades estoicas. El no fue ni es un fantasma histórico como lo afirmaban o lo siguen afirmando los gnósticos y algunos otros herejes.
En una carta que hablaba de Jesús, escrita por el antecesor de Poncio Pilatos, es decir, por Publius Lentulius, en su calidad de gobernador de Judea y que tiene como destinatario a Tiberio, segundo emperador romano, se dice de Cristo lo siguiente: “(...). Es hombre de mediana estatura, de un aspecto benigno, de grandísima dignidad, lo cual se manifiesta también en su rostro, de manera que, al considerarlo, uno infaliblemente siente la necesidad de amarlo y temerlo. Su pelo largo hasta las orejas tienen color de nueces maduras y desde allí cayendo sobre las espaldas es de un color brillante y dorado. En la mitad de la cabeza está dividido según usan los nazarenos. La frente está lisa y la carra sin arrugas ni manchas. La barba igual al pelo de la cabeza en color, está crespa y sin ser larga, se divide en el medio. La mirada seria, posee la virtud de un rayo solar. Nadie le puede mirar fijo en los ojos”.
Si nos detenemos en una imagen o estampa (no estatua) del Señor de la Divina Misericordia, que el mismo Jesús mandó a pintar a Santa María Faustina (Elena Kowalska), cuando se le apareció entre 1931 y 1938, podemos ver que el rostro y el cabello es tal cual lo describe Publius Lentulius en misiva enviada al César; documento que en realidad es un pergamino antiquísimo escrito en latín y fechado en Jerusalén, “indicto 7 de undécimo mes”. Descubierto en la Biblioteca de los Padres Lazaristas, en Roma, antes que estallara la Primera Guerra Mundial. Cabe indicar que Jesús aparece en una de las épocas más lúcidas de la Historia antigua, en una encrucijada geográfica bien conocida por los historiadores romanos.

Hay que tener en cuenta que en las primeras representaciones pictóricas de Jesús aparece muy joven, bien parecido y sin barba. Es hasta el año 300 d.C. que se ve al hombre barbado y de largos y lisos cabellos, figura luego impuesta en ola pintura europea durante varios siglos. Se ha dicho que el rostro grabado de la famosa sábana o Santo Sudario de Turín con que se cree fue sepultado el cuerpo de Jesucristo, corresponde muy bien a aquel tipo barbado.

El ministerio público de Jesús duró al menos dos años y unos meses, y cuando lo inició tenía “unos 30 años” (Lc 3, 23), edad exigida por la tradición judía para entrar al servicio del templo o para ejercer cargos públicos, pues se creía que a los 30 se alcanzaba la madurez personal. Jesús es un milagro desde el punto de vista humano. En su vida encontramos armonizados sentimientos en apariencia contrapuestos. Su cuerpo es real, delicado y perfectísimo, aunque estuvo sujeto al dolor, a las necesidades y a la muerte, porque vino a expiar4 nuestros pecados. Según la Teología Dogmática “la humanidad de Cristo merece ser adorada a causa de su unión personal con el verbo divino. De modo que el culto que se rinde a su humanidad se rinde al Hijo de Dios”.
Jesús no es un rabino, ni un simple profeta al estilo clásico, ni un líder político, ni un filósofo, ni un simple fundador de un movimiento religiosos, ya que exige para ÉL honores de la divinidad. El es el centro de la historia humana, el único anunciado por los antiguos profetas cuyas predicciones concuerdan a la perfección como en un rompecabezas. Por ejemplo: nació de mujer (Génesis), en Belén (Miqueas), de una Virgen (Isaías), exaltado, glorioso (Isaías, Salmos), etc. Jesús es Dios y Hombre Verdadero, y habitualmente el velo de su humanidad cubre los esplendores de su divinidad.